lunes, 23 de mayo de 2011

El hombre que aprendió a levantarse

Esta es una pequeña historia a modo de reflexion que me encontre hace un par de dios curioseando en Internet, me agrado e intente buscar el autor o la procedencia de esta ya que nunca la habia escuchado pero no pude encontrarlo, ya que el dueño del blog donde la encontre es escritor pense que talvez el la habria escrito pero no lo se, yo solo dire que la tome prestada de su blog y que espero y les agrade...


Este hombre puedes ser tú, pero también cualquier otro. Mujer o varón, no importa. Es un ser humano y eso es lo que cuenta.

No tomaba riesgos y por eso todo el mundo confiaba en él. Puntual, previsor y buen empleado. Jamás dejaba las cosas para otro día y por eso sus jefes acudían a él cuando necesitaban que algo estuviese hecho en un plazo determinado.

Tenía amigos, pero ninguno le era incondicional y algunos hobbies, pero no destacaba en nada.

Una mañana, salió a correr como lo hacía siempre y tropezó, se lastimó un tobillo, tuvo que ir a que le sacaran unas radiografías y terminaron poniéndole un yeso en la pierna. Una fractura minúscula, dijo el médico. Nada de importancia. Cuatro semanas y estaría como nuevo.

Llegó tarde al trabajo y fue reprendido por el jefe, pues debido al accidente había dejado sin terminar un proyecto del que era responsable. Le dolía el tobillo, le escocía la piel y aquella tarde se fue sin completar el trabajo y decidió no acudir a su sesión de dominó semanal, por lo que sus compañeros de juego se molestaron ya que contaban con él.

El dolor le impidió dormir y para cuando el sueño finalmente vino a él ya estaba amaneciendo, por lo que llegó al trabajo a mediodía, sin rasurar y con la ropa del día anterior.

Fatigado y distraído, hizo lo que jamás se le hubiese ocurrido: Conversar con su secretaria. Se enteró que vivían muy cerca, que tenía otro trabajo por las tardes y que poseía, además de una inteligencia viva y excelente sentido del humor, unos hermosos ojos verdes. Y cuando el jefe lo llamó a la sala de juntas para que diera la presentación que no había terminado, improvisó, bromeó, soltó algunas ideas nuevas que se le ocurrieron sobre la marcha, hizo algunos garabatos en una pizarra y se quitó la corbata, pues hacía calor. El jefe tenía los ojos inyectados en sangre, las venas de la frente a punto de explotar pero los clientes quedaron encantados, aplaudieron, se sacaron fotos con él y otorgaron a la empresa un jugoso contrato, mucho más importante que cualquier otro que tuviese la compañía. Sólo pusieron una condición: Que él se encargara personalmente de todo.

Cuando el hombre se quedó un momento a solas, se preguntó qué había pasado y comprendió que tantos años de trabajo meticuloso le habían hecho comprender hasta el más mínimo detalle del funcionamiento de aquel negocio, pero que jamás se había permitido pensar por sí mismo… hasta ahora.

Hasta entonces, se había considerado un engranaje en el mecanismo, no una máquina completa, autosuficiente.

Al día siguiente tampoco se rasuró, llegó a la oficina con jeans y una camisa informal, invitó a tomar una copa a la secretaria de los ojos esplendorosos y, para su sorpresa, ella dijo que sí. Con aquél a cuestas, entró a la oficina de su jefe y presentó su renuncia inmediata, llamó a los clientes para disculparse por el inesperado giro que habían tomado los acontecimientos y ellos se lo tomaron bastante bien, asegurándole que el proyecto seguía siendo suyo y que podían proveerle una oficina para que lo coordinara todo desde ahí, pero él decidió negarse a esto último, informándoles que trabajaría desde su casa. Y dijeron que sí nuevamente.

Su cita con la secretaria fue algo extraña, pues abrió la conversación ofreciéndole trabajo a condición de que dejara los otros dos que tenía. Luego le ofreció vino y ella movió la cabeza de arriba abajo. Una vez que comprendió el significado de aquello, sacó su teléfono y canceló para siempre el dominó de los martes, los bolos de los jueves y el póquer de los sábados. Luego, hizo una cita con un conocido que se dedicaba a la construcción para que al día siguiente fuese a su casa para transformar parte del jardín en un par de oficinas. Le dijo que se encontraría con su secretaria y que ella tomaría todas las decisiones. Ella abrió aún más los ojos cuando lo escuchó decir aquello y él se enamoró un poco más de ella.

Unas semanas después, acudió a la clínica para que le quitaran el yeso y salió de ahí convertido en un hombre nuevo.

Volvió a correr cada mañana, pero algo había cambiado en él y, cuando lo pensó mejor, se dio cuenta que ya no tenía miedo a tropezar y a caer.

Había aprendido a levantarse.

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